No soy ningún poeta. No amo las palabras por las palabras. Amo las palabras por lo que son capaces de conseguir.
[Patrick Rothfuss]

jueves, 4 de febrero de 2016

Bourdonnais




Quod scripsi scripsi.
Monsieur Roland cuenta hasta doce antes de darse el lujo de atravesar la calle Rivoli. Tres mujeres en abultados abrigos negros le cierran el paso y debe esquivarlas una a una. Parecen ofendidas por su ingratitud, tres pares de ojos lo revelan. Tres hermosas damas que no reciben ni una mirada. Qué días tan negros para Francia. Pero su prisa es extrema, no hay manera de detenerse a explicarlo. Sería ridículo. Lleva bajo el brazo un ligero sobre, firmemente resguardado. Su llegada ha dado por terminado su descanso sabatino, y siendo que no ha podido interrogar a ningún cartero, la incertidumbre lo ha hecho dar vueltas por la ciudad. Qué juego tan macabro aquél de las palabras, ningún misterio tan grande como ellas. Cómo explicarle a las mujeres que no puedes regalarles una mirada porque el correo te ha perturbado. Ha caminado por horas y su mente no haya claridad alguna. Pero qué claridad podría esperarse en un día tan borrascoso. Las mujeres ya se han alejado en la dirección contraria y murmuran entre sí. Quizá lo han reconocido y comentan sobre su fama, quizá sólo ha llamado su atención un escaparate.
Monsieur sigue el flujo de gente por Pont Neuf hasta que decide una nueva dirección. Vuelve a contar hasta doce antes de cruzar la calle, y justo antes de avanzar se descubre a sí mismo en la esquina contraria, en Boucher. Mismo abrigo, mismo sombrero, mismo sobre perfecto, sin remitente ni destinatario. Los sorprendidos Rolands se pierden de vista por un instante, puesto que un incauto con motor ha decidido atravesar la avenida a toda velocidad. Los transeúntes se indignan en silencio y avanzan, empujando a su paso a aquellos dos hombres idénticos que se enfrentan en cada esquina. Las mujeres del abrigo negro seguramente le abrían dirigido una mirada doblemente fúrica al conductor, pero ya no están a la vista. Tú quién eres, tú que observas, por qué me observas. Finalmente, Monsieur Roland decide abrirse paso a su encuentro consigo mismo, cruza la calle, y termina por descubrir su cansado rostro en aquella inmensa ventana con cortinas negras. Qué juego tan macabro aquél de los espejos, murmura para sí, ningún misterio tan grande como uno atrapado en ningún lugar. Lo recorre un escalofrío y está seguro de que ninguna persona puede hacerse de buenas ideas siendo el clima tan frío. Quizá por eso toda la ciudad se mueve a esa velocidad, todos corren a buscar ideas en otra parte.
Pausa  su caminata y vuelve sobre sus pasos. Ascender no parece la mejor idea en un día así. Decide volver y resguardarse en aquél viejo parque que pronto sólo será cementerio para gatos. Luxemburgo es siempre más atractivo que una banca rodeada de césped seco. No llueve en esta tierra, el frío es inmenso, pero no llega la lluvia. Ahí podrá pensar en aquellas páginas. Palabras, palabras, palabras. Boucher ha quedado atrás y ya sólo queda abrirse camino por la infinita Bourdonna-- no, infinita no. Por la larga Bourdonnais. La mañana se ha vaciado de personas, los autos pasan desapercibidos, las calles que lo rodean se cargan de murmullos, de gente encerrada, esperando la salida de un sol misericordioso. Del otro lado de la calle aún venden muebles, de nuevo aquél hombre cansado me reconoce desde un tocador, aquellos ojos que no han visto a Napoleón pero que conocen una calle con su nombre, la florería ha cerrado, ninguna flor puede brillar con esta luz, pero los cafés se abarrotan, también los restaurantes, con sus comensales incapaces de ordenar, que podría apetecerse en este día tan poco especial, tan poco memorable, quien tome una fotografía ahora sólo exhibirá lo inerte del momento, lo sinsentido de las horas huecas, lo inútil de este veintidós de febrero, la vidriería está abierta, qué hermosa es la luz en su interior, Madame Vinnay puede estar orgullosa de ello, la tintorería se encuentra a oscuras, desierta, pero es lógico, aún es muy temprano, quién podría lavar ropa ajena a estas horas, seguramente se terminaría perdiendo por el desinterés de la tarea, qué habrá sido de aquél traje azul, siempre fue feo, pero no para perderlo, sólo para no usarlo, no importa, no importa mucho, perder es un arte, una alteración parcial sin mayores repercusiones, pero duele, claro, aquel gato de Saint-Germain se perdió hace mucho y nadie se alarmó, pero era un buen gato, se dirigía con mucha dignidad desde su estrado, nunca se alborotaba a la hora de la comida, se retiraba orgulloso, quién se alarma por un traje azul que igual no gusta, nadie lo hace, mamá lo hubiera hecho. Pero mamá no está. No está más. Sólo hay una sucesión infinita de adjetivos para recordarla. No, infinita no. Al menos no se alarmará por un traje. Doce. Tiempo de cruzar. Las manías, así son las manías. Megisserie no está vacía, al contrario, miles de personas acumulan sus pasos hacia Notre Dame y acallan los de Monsieur Roland.
A nadie le interesa llegar a Gesvres, todos han dirigido sus pasos hacia Pompidou y lo que le sigue. De nuevo Monsieur cuenta doce y se separa del orbe. El parque está vacío, debía estarlo. Uno no puede aceptar decepciones en un día como este, uno no puede ir a un parque y encontrarse con que su banca favorita ha sido usurpada por un extraño. Pero no ha sido así. El sobre se ha maltratado, cuanta presión se puede hacer con un brazo nervioso. Pero es válido estar tenso. No es un mensaje cualquiera, no es una simple carta, y definitivamente no ha llegado por correo. Su nombre no está en ninguna parte, no hay estampilla. El anonimato siempre es algo que perturba, sobre todo cuando te intercepta directamente. No hay un remitente a quien contestar aquella pregunta por escritor. Además, qué clase de pregunta ridícula, qué clase de petición absurda. Monsieur Barthes, le pido de la manera más atenta que me diga si la bala llegó. De ser así por favor véame el martes en Latran y ambos encontraremos el nombre de Dios.
Aquella nota cayó del sobre. Una nota breve, escrita en una burda servilleta, apenas comprensible. En un principio la creyó una amenaza, de qué bala podría hablar, qué atentado se tramaría en su contra, qué juego cruel. Pero la siguiente oración lo hizo cambiar de opinión. Un fanático, sólo un fanático sembraría tales inquietudes. A ningún misterio tan grande se ha enfrentado Monsieur Roland Barthes como el de los fanáticos. Espectadores de sus propias palabras, lectores malcriados. Pero mejor no dejar aquello por escrito, mejor no conjeturar más sobre el asunto, la gente se ha vuelto muy sensible respecto a todo.  Dentro del sobre le esperaban seis páginas, escritas a máquina, con el título “La muerte y la brújula”. Lo leyó con la mente en blanco y apenas si regaló alguna expresión. Podían estarlo vigilando, podía suceder cualquier cosa. Al final se encontró con una firma que no le era desconocida, Jorge Luis Borges. Cómo le iba a ser desconocida, su nombre se encontraba en todas partes, su obra retacaba todas las librerías. Su decisión de no nombrarlo nunca no había pasado inadvertida, pero aun así, aquello era demasiado. Borges llamando a su puerta, podía ser el inicio de un chiste.
Ahora, en el parque, aquello no parece tan gracioso, las preguntas lo atormentan. Ya casi es mediodía, pronto Madame Michelle llegará a hacer la limpieza y le dejará algo preparado para almorzar. Probablemente se preguntará a dónde había ido tan temprano siendo el día tan triste. Así se refiere ella a las cosas, tristes o alegres, no había más, no había pretensiones gramaticales, y eso es lo que más agrada de ella.

No sólo era el cómo habían llegado a su casa, después de todo la Universidad podía brindar fácilmente su dirección, sino a qué se referían con encontrar el nombre de Dios si la bala había llegado. El cuento era un enigma, de aquello se trataba. Había un poco de todo, un ingrediente de cada asunto, por algo su autor encantaba. Religión, arquitectura, misterio, matemática y lógica, todo guiado con una mano erudita. El si la bala llegaba a Lönnrot era, en realidad, el menor de los problemas. Pero alguien pedía una solución, alguien se había aventurado a buscarlo, pero no había dejado firma alguna. Qué pasaría si la respuesta era afirmativa, cómo vería aquél rostro anónimo en una multitud de rostros, y cómo encontrarían ambos el nombre de Dios cuando la tarea parecía ser mortal. La curiosidad mató al gato, tal vez aquello había pasado con el de Saint-Germain, tal vez encontró el nombre y lo mató el poder. Qué puede saber él sobre judíos, qué puede saber sobre Dios, o dios, o silencio. Siempre ha sido una abstracción, un sustantivo con demasiados adjetivos rodeándolo, y ahora se encuentra ante la posibilidad insulsa de decir su nombre si reconoce que una bala llegó a su destino.
Pero no lo hizo. No estaba escrito. Ésa es su última respuesta, que lo escrito, escrito está, y la bala llegando a Lönnrot no estaba escrita en ninguna parte.
Le amarga decir aquello, pero no puede definir por qué. Quizá todo es demasiado simple, quizá no lo está pensando de verdad y sólo quiere deshacerse de aquella cuestión. La lluvia por fin hizo una miserable aparición, apenas unas gotas que no amenazaban a nadie. Sólo no iría. ¿Solo no iría? No. Sólo no iría a Latran el martes. Tenía una reunión importante, después de todo. Su ausencia sería suficiente respuesta, no tendría que dar mayores explicaciones. Él, el hombre que tanto  había rectificado tantas veces, evade ahora a las palabras. Palabras, palabras, palabras. Una pareja pasa a su lado, la mujer ríe. Algo debe estar muy mal en Francia, dice Monsieur.


Madame Michelle ya se ha marchado. En la cocina le espera un estofado de ingredientes indescifrables, y en una silla reposa su traje azul. Lo recogí hoy del tinte, úselo el martes. Lo esperan mañana en de Flore. Siempre lo esperan en alguna parte, y siempre se espera algo de él. Es un halago, en un principio, pero también una carga. Hubiese podido descansar de sí mismo por unas horas. Ignora la comida y se refugió en el estudio. Pasa el resto del día concentrado en asuntos académicos hasta que se da cuenta de que ha leído el mismo reporte cuatro veces. Algo le inquieta, una presencia invisible lo custodia. Se levanta y riega las flores de su madre, guarda el traje en el estudio, sigue siendo feo como lo recordaba, prueba el estofado que resulta ser de cordero, afloja sus zapatos y cierra la ventana. La lluvia paró hace horas, el cielo continúa gris. Son las seis de la tarde se encuentra en una absurda paranoia que le impide trabajar. A las nueve de la noche decide que es momento de dormir. A las doce despierta  afiebrado, escucha ruidos en la puerta principal.
Monsieur Barthes, le pido de la manera más atenta que me diga si la bala llegó. De ser así véame el martes en Latran y ambos encontraremos el nombre de Dios. La nota está sobre la mesa de la cocina, junto a la de Madame Michelle. Monsieur Roland siente un escalofrío recorrer todo su cuerpo y está seguro de desfallecer ahí mismo. Corre hacia la puerta y sale al pasillo con la vaga esperanza de encontrar a aquél autor anónimo congelado en las escaleras. Pero no hay nadie esperando nada y su grito queda asfixiado por la impotencia. Recorre toda la casa encendiendo las luces y cerciorándose de que no hubo ningún robo. La policía queda descartada en cuanto nota que no falta nada. Qué podía decir, qué razón daría. No hay como excusarse. Nunca encuentra las excusas adecuadas. No puedo contemplar su belleza porque me asusta esta carta, no puede estar en mi banca porque es un día triste, han dejado una nota extraña en mi cocina, no encuentro al autor, el traje azul es feo. Já. Lo llamarían loco, se lo harían saber a la Universidad, dirían que es la muerte de Henrietta lo que lo afecta.
Pasa en vela el resto de la noche, con las notas y el manuscrito frente a él. La segunda ha sido escrita en un trozo de papel común, por lo que ahora se lee con demasiada claridad. El por favor ha desaparecido. A las tres de la mañana descubre qué es aquello que lo atormenta, y a las seis ha terminado de cubrir todos los espejos de la casa, de esconder todas las estatuas griegas, y de quitar cualquier cosa duplicada que encontró a su paso. Por qué tenemos juegos de todo, por qué acumulamos dos de todo, qué enferma costumbre occidental es esta de comprarle un gemelo a cada cosa, como si esta no pudiese existir por sí misma si no hay otra que la refleje, dos lámparas, dos cojines, dos candelabros, dos dos dos. A las nueve se dirige a de Flore sin ninguna intención de hablar de lo ocurrido y deja una nota a Madame Michelle donde le encomienda deshacerse de todo lo que hay en la mesa de la cocina. Una caja repleta y un sobre abierto.
La reunión transcurre sin incidentes y mejora tanto su ánimo que es él quien quiere paga la cuenta. Es lo menos que puede hacerse. Ésta llega con una nota a su reverso. Monsieur Barthes, le pido que me diga si la bala llegó. De ser así véame el martes en Latran y ambos encontraremos el nombre de Dios.
No, no pasa nada. No, todo está bien. No, es mi palidez natural. No, no puede ver la cuenta, qué descortesía sería de mi parte. No, nadie alcanza a distinguir al mesero.

Me han atrapado infraganti, es eso, intenté ignorarlo, quise no interpretar nada, y ahora me persigue un autor sin rostro con una pregunta sin respuesta, qué terrible ironía, qué es eso tan terrible que he hecho. Pero no importa cuánto lo atormenten, de todas maneras la bala no llegará.

Monsieur abandona de Flore apresuradamente y cuenta hasta doce antes de cruzar hacia la calle Bonaparte. El boulevard Saint-Germain queda atrás y los vapores del Sena sofocan sus nervios. La bala no puede llegar, el laberinto siempre se divide una y otra vez. No está escrito.  Trsite-Le-Roy está paralizada en el tiempo. No hay un doble en aquél momento. Ya no hay dobles. No debe haberlos. Monsieur cruza el puente y evita encontrarse con su imagen mientras cruza la infinita Bourdonnais. No, infinita no. Nadie ha abierto hoy, ni siquiera los muebles aprecian su apurado regreso. No puede evitar verlo, no puede evitar sentirse dentro del espejo. Cada calle reflejando justo lo que está frente a ella, cada ventana encontrándose con su doble exacto a un lado. A dónde ha ido la gente, a dónde iré yo. No tiene enemigos, no cree tenerlos, no es posible que un enemigo haga esto. No es un detective, no sabe por dónde responder un misterio. Y en caso de serlo,no es Dupin, en el mejor de los casos, sólo puede deducir con la erudición de Lönnrot, sin conocer el azar que lo ha arrastrado hasta esta posición.

Madame Michelle ya se ha ido. Todo se ha tirado como lo mandó. Llegó un sobre a mediodía. Mañana lo esperan en Luxemburgo. Lo invade el vértigo al ver el sobre. Seis páginas, no hay nota. Ignora la comida, ignora lo extraño que se ve su hogar sin los gemelos de todo ornamentando, ignora las flores y se encierra en el estudio. Dibuja líneas rectas que comienza a partir en mitades de mitades, dedica el resto de la tarde a esta tarea y por la noche decide asomarse a la cocina de nuevo. El sobre sigue en el mismo lugar, su silencio se vuelve impenetrable. A las nueve se recuesta y a las doce logra conciliar el sueño. No hay sorpresas al día siguiente. Quizá ya saben que lo ha intentado y que aun así el nombre de Dios no se pronunciará. Parte hacia Luxemburgo y el ajetreo de la calle anima su espíritu, no ve dobles por ninguna parte y el sol es tanto que su reflejo apenas y se distingue.

Luxemburgo es el escenario de una breve reunión entre compañeros de cátedra y alumnos de grados superiores. Hoy la clase se lleva a cabo en la tranquilidad del jardín. Los estudiantes sonríen y los profesores mantienen un rostro severo, recordándoles que no es un día de campo sino un evento oficial. La perfección del jardín oprime el pecho de Monsieur Roland. Todo es idéntico, todo está estructurado. El evento se ha realizado para conmemorar a un profesor fallecido hace un año. Es mucha la solemnidad pero también su carencia. Uno de los chicos estornuda durante el discurso preparado por Monsieur, quien le dirige una mirada fulminante, propia de las damas abrigadas que no han recibido suficientes halagos. Si estuviese en su clase ya habría reprobado. Al volver a su asiento recibe una palmada en la espalda, y antes de poder voltear para aceptar un cumplido el autor murmura Nos veremos mañana. Monsieur se congela y para cuando puede volverse todos los rostros han perdido sus facciones. El mundo se desdibuja mientras escapa del jardín ante la mirada sorprendida de al menos cien personas.

Y aquí se encuentra ahora, el almuerzo ha terminado y François Miterrand estrecha su mano por última vez. Madame Allamand hace un comentario sobre lo bien que se ve con ese traja azul y a él no le queda más que sonreír. Henrietta decía lo mismo, insistía en ello. Los invitados a la reunión comienzan a retirarse y Monsieur los sigue por un tramo. Se aleja de la comitiva para dar cara a una reunión más importante. No deja de resultar curioso lo mucho que significa este martes cuando en cualquier otro momento sólo es un sujeto más en una sucesión cíclica interminable. Tal vez sólo ha exagerado por tres días y se encontrará con que Madame Michelle le ha gastado una mala broma. Como cuando introdujo un gato a la casa y trató de convencerlo de que siempre estuvo ahí. La bala no llega, ese es su veredicto final. Puede que haya partido de la desidia, pero ahora se encuentra totalmente convencido. Los días sin dormir le han dado esa certeza, los miles de mapas que ha trazado lo hacen estar seguro. La línea recta es infinita.
Tres alumnos se despiden de él en la puerta principal. El día está soleado, pero no es sofocante. Está convencido de lo que hará, está seguro de su decisión. El nombre de Dios no le interesa, a pesar de lo mucho que le interesan las palabras. La calle des Écoles está casi desierta. Un vagabundo grita en la esquina, quién ha perdido a un gato, la Madame ha perdido a su gatillo. Monsieur no ve al gato referido, pero su imagen inmediata es el de la calle Saint-Germain. Podría ir con aquél hombre y decirle que él ha perdido un gato con un porte muy elegante, pero su prisa es otra. La manía lo sujeta seis segundos, pero la incertidumbre corta los otros seis de espera. Cruza con la determinación de un hombre que ha resuelto el enigma de su propia vida y justo a la mitad se encuentra consigo mismo con todo el peso posible, con  toda la dureza de una vida de ser Roland Barthes. El rumbo que toma su pensamiento es de lo más extraño. El vidrio que lo refleja pertenece a una tienda fotográfica, donde se exhiben rostros perpetuados por siempre en una misma pose. Bajo aquél Barthes reflejado se encuentra la imagen de un hombre mucho más joven, detenido de toda traza de vida. Qué vivo está, qué joven es, pero también está muerto, por ese aplastamiento del Tiempo en el que dos cosas pueden ser al mismo tiempo: esto ha muerto y esto va a morir. Y sobre aquél esto, la imagen  paralizada y no detenida de Roland Barthes. La bala llega y no llega. El descubrimiento es tan claro y avasallador que apenas si siente el impacto de la camioneta contra su cuerpo. La parálisis se corta y en su lugar está el movimiento de un sujeto sin control, los pasos imperfectos de la física natural. Sus brazos parecen buscar los de alguien más, uno de sus zapatos se pierde entre el ruido.
Son apenas las dos de la tarde y moriré sin llegar a Latran, sin conocer Jerusalén.
Monsieur Roland cierra los ojos y piensa en aquellas figuras griegas que escondió de su vista. Escucha a la gente aglomerarse a su alrededor, un hombre dice a gritos que no es su culpa, que él se encontraba a media calle. Hay quienes sugieren llamar a la tintorería y Monsieur se pregunta qué terrible mancha tiene el traje azul ahora, sólo sigue acumulado excusas para no usarlo. Se le acaba la consciencia y lo último que alcanza a escuchar es a alguien diciendo que la bala llega y que el nombre de Dios está cerca.

Los griegos penetraban en la Muerte andando hacia atrás: tenían ante ellos el pasado. Así he remontado yo toda una vida, no la mía, sino la de aquella mujer a quien yo amaba. Ahora la alcanzaré. Con mi muerte alcanzaré aquella imagen que está viva y no lo está. Cómo agradecer a aquél que me ha ayudado a encontrarla tan pronto si no conozco su nombre. Los diarios dicen que me han atropellado, pero no dicen quien lo ha hecho. Es lógico, claro. Aquél hombre sólo es un agente sin importancia en la oración. Alguien tenía que realizar el atropellamiento de Roland Barthes, mas siendo del todo irresponsable. Como la caída de Troya o lademencia de Nietszche, la muerte de Roland Barthes, será un mito, una singularidadtautológica que presentará al catedrático de semiología encaminado hacia su muerte,la cual “encuentra”, de manera sólo en apariencia accidental, sólofiguradamente, “prematura” al sufrir un atropellamiento plenamente transitivo,la identidad de cuyo agente, el hombre que atropelló a Roland Barthes, eseclipsada, anulada por la suprema entidad del atropellado, con lo que eldesdichado conductor queda asimilado a la estructura mito-simbólica como ciegoinstrumento del destino. Él no importa, pero yo qué puedo importar. No es posible a equilibrada dualidad de la línea recta en este mundo. La bala siempre llega.

Madame Vinnay cierra el periódico para atender el encargo de sus clientes y en el camino no puede evitar enjugarse una lágrima. Monsieur Roland era un hombre muy atento que siempre hacía comentarios amables acerca de la luz de la tienda. Tres mujeres en ligeros vestidos de colores esperan pacientemente en el mostrador. Una de ellas se acerca al periódico y se encuentra con un rostro vagamente familiar en la portada. Se trata de un hombre que acaba de morir, un mes después de ser atropellado por una camioneta de la tintorería. Trata de recordar quién es, pero no logra hacerlo y Madame Vinnay ya regresa con un pequeño paquete envuelto en más periódico. Mientras se alejan, la dama piensa en lo débil que se veía el hombre en aquella fotografía, parecía que sólo esperaba su muerte, que no tenía ya razón alguna para seguir la marcha de los vivientes. Cruza en silencio la calle y se pierde en la infinita Bourdonnais.

viernes, 20 de abril de 2012

La despareja

Colecciono pronósticos
Anuncios y matices
Y signos
y sospechas
y señales
imagino proyectos de promesas
quisiera no perderme 
un solo indicio. -Mario  Benedetti
A ella le gustan los peces, las peceras de colores.
         Le gusta el silencio.
         Le gustan los lirios
                                     y las camelias]
A ella le gustan los libros viejos.
          Le gustan las historias sin principio.
          Le gusta el sonido de la llave al abrir la puerta.
 A ella le gusta él
                          y de él conoce el nombre
                          y de él conoce canciones
                          y de él conoce fechas
                          y de él conoce historias.

¿Se quieren?
  -Sí, se quieren.
¿Se entienden?
  -Sí, se entienden.
¿Se escuchan?
 -Si, entre el ruido de la gente -cada vez más gente-, se escuchan.

Ella canta horrible
Él no toca ni la puerta.

Ella no conduce un auto
Él no conduce una bicicleta.

Ella lee un libro por vez
Él lee tres a destiempo
                                  igual terminan hablando
                                  de las historias que no aparecieron en su momento.

Ella le teme a los fantasmas
Ella teme perderlo
Ella le escribe un cuento
                      un soneto
                      un poema
                      una canción
                                        lo que sea.
Es lo único que sabe hacer.

Y ellos se acomodan/ encajan/ funciona/ funciona de verdad.

Y ella ya no quiere nada más.
                                           Yo ya no quiero nada más.

                   

lunes, 9 de abril de 2012

Mudanza

Para Vanessa,  
porque siempre es posible encontrar un hogar.

El problema no era el lugar, el problema era la compañía. Una mañana la chica empacó sus cosas en una minúscula caja da cartón, metió a los gatos en una jaula, liberó las mancuspias de sus pesadillas, también libero al ruiseñor. Cerró la caja y la jaula. Todo esto fue en completo silencio, no quería despertarlo, no quería despertarlos. Tomó sus viejas llaves y cerró la puerta por última vez, después las arrojó lo más lejos que pudo. 

No tuvo que esperar mucho, no dio muchos pasos. Abrió su nueva puerta, que ya no era de cristal. Contempló la luz de la media tarde, le abrió la jaula a las gatas que corrieron a explorar aquel territorio que ya no era hostil. No dejó entrar las pesadillas, no dejó entrar el pasado. Bajó las cortinas, sacó las cosas de la caja. Inició una vida donde no había soledad. Inició una nueva vida en la casa que estaba frente a la anterior, el problema no era el lugar.

La casa de enfrente desapareció de su memoria. Aquella noche no hubo lágrimas.